El día 25 de mayo de 1855 las llamadas Cortes Constituyentes dieron su aprobación a la Ley General de Ferrocarriles. Se trata de un documento que iniciaría, de facto, la extensión del ferrocarril en España. En los diez años siguientes se construyeron cerca de 6.000 quilómetros de red. La magnitud del proceso puede reflejarse en un dato: en más de un ejercicio se pusieron en servicio alrededor de 750 quilómetros de nuevas vías.
La infraestructura ferroviaria contribuyó de manera decisiva al crecimiento de la economía española y a la transformación del país. Sin embargo, esta actividad constructiva tuvo también efectos colaterales: “El proyecto de Ley de Ferrocarriles arruinaría por completo y pronta- mente la industria ferrera… Quizá en esto tenga el Gobierno español el don de la excepción. La Inglaterra primero, la Francia y la Bélgica después, todas estas naciones y otras han dotado a porfía a su respectiva industria ferrera de leyes protectoras de todo género… ¿Y es esto lo que ha hecho el Gobierno español? Precisa y justamente todo lo contra- rio…” Duras expresiones de los re- presentantes de la industria siderúrgica –ferrera– ante el cúmulo de facilidades arancelarias otorgadas por la nueva ley de cara a la importación tanto de los raíles como del material móvil. Es evidente que con esta ven- taja fiscal el Gobierno español ante- puso una rápida extensión de la red a una política industrial de apoyo y desarrollo de la industria nacional.
Este episodio que denota la incapacidad de algunos gobernantes para comprender los efectos económicos de las infraestructuras tiene, en la actualidad, su parangón en la actuación del organismo administrador de la red ferroviaria, Adif, titular de la encomienda de construir las nuevas líneas ferroviarias de alta velocidad. En un contexto de fuerte restricción inversora de las administraciones públicas, Adif mantiene un elevado ritmo de licitación, tanto de asistencias técnicas, como de ejecución de proyectos para implementar el ambicioso programa de trenes de Alta Velocidad del Gobierno. No dis- pone de otros recursos que los generados por su actividad, es decir por los cánones que percibe de las compañías operadoras que circulan por sus vías. A partir de los ingresos percibidos y de la titulización de los fu- turos, puede acudir a la financiación de las inversiones.
La preocupación de Adif por hacer más con menos debería tener límites con las bajas en las licitaciones
Ante este escenario uno puede comprender que Adif, como cualquier empresa, pretenda conseguir los costes más reducidos posibles para sus proyectos. Hacer el máximo con los mínimos recursos. Hasta aquí todo resulta comprensible. Pero, para todo gestor, público o privado, tan importante resulta el coste como la calidad. Y, ciertamente, el acierto del buen directivo lo constituirá acertar en el delicado punto de equilibrio entre estos factores. Es en el proceso de contratación, lógicamente sometido a las reglas del sector público, donde dicho equilibrio debería lograrse.
Sano juicio
Las informaciones que nos llegan de cualquier punto de la geografía espa- ñola no parecen andar en este senti- do: adjudicación del proyecto de la Estación de la Sagrera en Barcelona, a la empresa de peor cualificación técnica con una baja del 59’10%; ad- judicación de un tramo de la línea entre Murcia y Almería con una baja
del 53’75%, adjudicación de la estación de Alta Velocidad de Medina del Campo con una baja del 42’78%… ¿Alguien, en su sano juicio puede comprender que pidamos a una empresa consultora o constructora que haga un buen trabajo pagándole sólo el 40% de lo que aseguramos que cuesta el proyecto?
La encomiable preocupación de los directivos de Adif por hacer más con menos, parece que debería tener ciertos límites. La legislación española suministra elementos para acotar las bajas en las licitaciones. Pueden excluirse las ofertas que contengan elementos de temeridad. Y ser rigurosos en la apreciación de dicha temeridad. Puede valorarse por igual la oferta técnica que la oferta económica.
Pero Adif no solamente no apuesta por introducir estos criterios lega- les de racionalidad, sino que lleva al extremo las prescripciones para convertir las licitaciones en auténticas subastas, con el resultado de generar unas adjudicaciones que, o bien ni siquiera llegarán a iniciarse porque nadie es tan temerario como para entrar en un proceso que garantice importantes pérdidas, o bien provocarán un sinfín de controversias, pleitos y riesgo de corruptelas.
A los gestores de las empresas privadas se les exige que la eficacia y efi- ciencia gobiernen sus decisiones; a los directivos públicos también. Además, estos no deberían perder nunca de vista la persecución del bien común. ¿De que sirve ahorrar unos miles de euros si estamos arruinando los sectores económicos, destruyendo empleo y contribuyendo a la descapitalización empresarial?
El siglo XIX no acabó nada bien para España. No por falta de líneas ferroviarias. Más bien por falta de mentalidad productivista de los gobernantes. ¿Como los de ahora?